Paso por algunas calles del viejo barrio, hoy nada viejo pues han desaparecido la mayor parte de los edificios de otro tiempo. La fisionomía de las calles permanece. Construcciones nuevas y unos pocos solares esperando su reconversión. Tras la tapia de uno de estos asoma una acacia altiva. Aun siendo otoño y estar deshojada se percibe su envergadura. No recuerdo bien qué hubo en los bajos de aquel edificio cuyo muro solo sirve para carteles y pintadas sin fundamento. Tal vez una farmacia o una carnicería de carne de caballo, no logro situarlo pero estas actividades me rondan. Si hay un árbol es que hay patio. Todas las casas de mi infancia tenían patio. Y pozo y algunos aditamentos que servían de minúsculos talleres a empleados del ferrocarril o de otras empresas porque tenían su oficio. Un calderero, un enmarcador de cuadros, un guarnicionero, un carpintero, un fontanero. Figuras y oficios que yo recuerde. Teniendo oficio se permitían pluriempleo que coadyudaba dignamente al mermado ingreso familiar. Prácticamente todo el mundo vivía de alquiler, así que había que rebañar devengos como fuera y desde donde fuera.
He mirado a los edificios del entorno, imaginando que desde algún piso alto podría satisfacer la curiosidad. He buscado una entrada falsa, sin éxito. Acudiendo a la llamada de la memoria, algo dentro de mí me pedía ver el patio oculto, aun cuando el solar no ofrezca nada vivo. Excepto la acacia.
