Pasa a mi lado una fila revuelta de niños de una escuela. No serán más de una quincena. Van cantando. No logro entender del todo la letra pero la música no me resulta extraña. Llega un momento en que uno no sabe si ha olvidado o no ha conocido nunca. Esta frontera en que no tiene claro si recuerda correctamente o si su mente inventa el recuerdo.
Observo a los chicos y me producen una sonrisa larga que las maestras advierten. Unos se toman de la mano, pero tan pronto se sueltan como se enganchan a otros que van más atrás. Tan pronto se superan entre ellos como se quedan rezagados. De vez en cuando se dicen algo al oído. Para a continuación retomar el griterío. Hay tal afán alegre, de empatía entre todos ellos que podría pensarse que se llevan siempre a las mil maravillas. Ese paseo de calle, quizás para llegar a algún museo donde se les obligará a ser modositos, es como el camino machadiano. No importa tanto llegar a la exposición como desplazarse. Sin entenderlo muy bien, ellos están cargando de valor a la calle.
El conjunto, las actitudes de los chicos, su contagiosa agitación, me produce envidia. Éramos así también. Los traslados para ir a alguna parte eran, y son seguramente ahora para estos chavales, lo mejor del día. La rotura con lo ordinario, la manifestación de la espontaneidad, el entusiasmo y la tensión por el esperado descubrimiento de la meta donde se dirijan. La calle como prolongación del patio de colegio.
