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Afecta la desaparición de personajes que sin ser de nuestro mundo cercano e inmediato nos han dejado alguna huella. Pero a los que de una manera u otra, alguna vez, hemos incorporado a la inmediatez y a la cercanía, siquiera imaginaria. Un escritor cuya narrativa hemos leído con agrado, por ejemplo. Un científico que además de investigar ha sabido divulgar sus mundos. Un artista cuya obra ha sido fecunda. Un actor cuya interpretación nos ha gustado. No importa si de alguno de esos personajes no sabíamos nada desde hacía tiempo. Suele pasar. De pronto la noticia de su muerte nos conmueve y la memoria hace un repaso de aquello que hemos leído del fallecido, de los cuadros que hemos admirado, de las divulgaciones que nos han abierto la mente, de las interpretaciones en filmes que en su momento nos impresionaron.

Al final todo nos remite a la relación personal que se establece entre emisor y receptor. Cómo el primero influye sobre el segundo y cómo este acoge y se deja acoger por el primero. Tal vez sea cuestión también de asuntos de familia. Porque nuestra mente individual introduce tanto a familiares biológicos como a personajes, y cuanto nos ofrecen para nuestra particular y extraña evolución, de una diversidad cultural con la que nos identificamos, y tras los cuales adivinamos animales humanos. Como el mismo con el que cargamos cada día y lleva nuestro nombre y es marcado por la misma edad.